CINEARTE AUDITORIUM
Anna (Agata Trzebuchowska) es una novicia en un convento de la muy católica Polonia que está a punto de hacer sus votos. Antes de tomar los hábitos, su superiora le ordena visitar a su tía Wanda (Agata Kulesza), a quien la joven no conoce. Por primera vez, la inocente protagonista sale del ámbito donde ha transcurrido pacíficamente toda su vida y en la ciudad encuentra su contracara: Wanda es una mujer durísima, ex integrante de la resistencia, jueza de los tribunales del pueblo que han enviado a muchos a la muerte, y que ahora lleva una vida tan disipada como solitaria, mientras bebe y fuma sin cesar.
Pero lo más perturbador del encuentro es que la tía le revela a la joven que en realidad se llama Ida, es judía e hija de su hermana y su marido, los Lebenstein, desaparecidos durante la ocupación y la masacre de los nazis.
El primer hallazgo de Ferrara es la elección de su protagonista. Gérard Depardieu, con su cuerpo degradado, su apetito devorador (por las mujeres, entre otras cosas), resulta la criatura indicada, el monstruo perfecto para que el director de El rey de Nueva York y la reciente Pasolini (presentada en la apertura del Festival de Mar del Plata) exponga la impunidad y las miserias del poder y los poderosos.
De las orgías con prostitutas de lujo (y con esas perversiones que tanto le gustan a Abel que en este caso incluye un por demás imaginativo uso de champagne y helado) al ultraje de una simple camarera de origen africano en la habitación de un hotel de Manhattan, la adicción al sexo de George Devereaux es el eje, el motor de un relato que gana todavía más densidad cuando entra en escena Simone (Jacqueline Bisset), la esposa del protagonista y verdadera titiritera en bambalinas. No sólo deberá aceptar los nuevos deslices de su patético marido, sino comandar también la estrategia judicial, mientras se da cuenta cómo esa carrera que ella había digitado y construido para su cónyuge se desmorona, se escurre como arena entre los dedos. Como bien indicó Scott Foundas en su crítica para Variety, las escenas entre Devereaux y Simone alcanzan una dimensión cassaveteanas.
El notable director turco Nuri Bilge Ceylan –que ya había sido premiado varias veces en el Festival de Cannes con films como Erase una vez en Anatolia, Tres monos y Lejano/Distante– ganó nada menos que la Palma de Oro en la última edición con esta ambiciosa (¡196 minutos!) historia de la crisis de pareja entre un veterano actor ya retirado de las tablas que regentea un hotel en Anatolia y su joven esposa.
El film -un prodigio de puesta en escena, guión y actuaciones más allá de su por momentos impronta teatral y espíritu chejoviano- describe los conflictos del protagonista (un intelectual presuntuoso, arrogante, cínico y egocéntrico) no sólo con la bella Nihal sino también con su hermana Necla, que ha ido a vivir con él luego de un traumático divorcio, con su servicial asistente y con unos inquilinos que no pagan el alquiler.
Sueño de invierno constituye un tratado angustiante y desolador -con algunos excesos de crueldad- sobre las diferencias de clase (que van del resentimiento a la sumisión), los conflictos religiosos en una sociedad con mayoría musulmana y las contradicciones internas de los cultores de la corrección política, que hace que aquellos que consideran al realizador de Nubes de mayo y Climas como un heredero directo de grandes autores como Ingmar Bergman, Andrei Tarkovsky y Théo Angelopoulos quizás no exageren demasiado. Su llegada a 13 salas argentinas, por lo tanto, es todo un acontecimiento cinéfilo.