Charlotte atraviesa su adolescencia con todo el drama de sus 17 años: la ruptura con un chico que descubre que es gay, los paseos por la plaza con sus amigas, el alboroto y las carcajadas en un sex-shop, y la inolvidable voz de Maria Callas, que resulta ser la única que de verdad la comprende. Entre la angustia y la desorientación, Charlotte se presenta junto a sus amigas para un empleo temporal en una inmensa juguetería, que le ofrece la mejor oportunidad para conocer chicos y permitirse toda la libertad sexual que el despecho y las hormonas le despierten.
Desde la ciudad de Quebec y filmada en blanco y negro, la historia escrita por Catherine Léger y dirigida por Sophie Lorain redescubre los tópicos del coming of age desde una mirada desprovista de prejuicios sobre la sexualidad femenina y dispuesta a subirse al juego de seducción que conlleva todo tiempo de desilusiones amorosas y despertares políticos. Es cierto que nunca se corre demasiado de la fórmula, que algunos contrapuntos de carácter entre los personajes (Mégane es la amiga cínica; Aube, la romántica) funcionan como requisito del retrato, pero la película consigue vitalidad y frescura en las actuaciones, un uso inteligente de la mirada a cámara al pasar, casi como lazo de complicidad con el espectador, y la confirmación de que no hay como la guía de la Callas para alcanzar la dignidad cuando se sufre por amor. Paula Alvárez Prieto / La Nación / 19 diciembre 2019.
- Vlad Ivanov, Catrinel Marlon, Rodica Lazar, Antonio Buil, Agustí Villarong, Sabin Tambrea. Duración: 97 minutos. Calficación: apta mayores 13 años.
El director rumano Corneliu Porumboiu -creador de notables largometrajes de ficción, como Bucarest 12:08; Policía, adjetivo; Cae la noche en Bucarest, y El tesoro, además de documentales como El segundo juego e Infinite Football– cambia por completo de rumbo y de registro con un atrapante e ingenioso thriller rodado en parte en su país, pero que tiene también varias secuencias filmadas en La Gomera del título original, una de las más pequeñas islas de las Canarias españolas.
Tráfico de drogas, un tentador botín de 30 millones de euros, traiciones cruzadas entre gánsteres y policías, una bellísima femme fatale siempre en el medio, un lenguaje impensado (conformado íntegramente por los silbidos a los que alude el título internacional en inglés, The Whistlers) para comunicarse a la distancia sin ser descubiertos, obsesión por las cámaras de vigilancia y múltiples referencias cinéfilas tanto al film noir francés (el protagonista Cristi, un agente corrupto devenido parte de la mafia que interpreta Vlad Ivanov, remite al Lino Ventura en las películas de Jean-Pierre Melville) como a los westerns de John Ford (con imágenes de Más corazón que odio incluidas), pasando, nada menos, por la célebre escena de la ducha de Psicosis, de Alfred Hitchcock, son solo algunas de las piezas de un complejo rompecabezas que solo puede armarse llegando hasta un singular final rodado en Singapur.
Porumboiu recicla, pero luego subvierte y resignifica los elementos del cine de género (o de géneros), en un film rebosante de canciones (arranca con la voz de Iggy Pop interpretando «The Passenger» y luego hay temas a cargo de Jeanne Balibar, Ute Lemper, Lola Beltrán y música clásica de Richard Strauss), de virtuosismo en la estructura del guión y en su montaje (está narrado en episodios no cronológicos centrados cada uno en distintos personajes) y muy buenas ideas de puesta en escena.
Algunos cinéfilos quedarán algo perplejos porque La Gomera, que tuvo su estreno mundial en el marco de la Competencia Oficial del último Festival de Cannes, nada tiene que ver con el austero e intimista cine rumano basado en conflictos familiares, pero si se acepta cambiar el chip e incursionar en un nuevo universo el resultado es tan fascinante como estimulante. Diego Batllet / La Nación / 26 diciembre 2019
Israelí de origen palestino decidido a combatir los estereotipos que suelen castigar a su pueblo, inmigrante ilegal en Nueva York, amigo del prestigioso escritor y crítico de arte John Berger -a quien está dedicado este largo, muy celebrado en la última edición del Festival de Cannes-, Elia Suleiman es, no caben dudas, un personaje singular. Su cine (recordar la fantástica Intervención divina, de 2002) es anómalo, muy personal y está casi siempre teñido de un humor ingenuo en la superficie, pero corrosivo en la profundidad. «A mayor desesperación, mayor humor», declaró el director cuando le preguntaron sobre la lógica de este film inusual que comienza en Palestina y continúa en París y Nueva York. Su espíritu explorador y poético es muy similar al de El paseo, la magnífica pieza literaria del suizo Robert Walser dedicada a la observación del gran espectáculo del mundo, con su belleza y su absurdo.
El protagonista del relato, un alter ego del cineasta excéntrico, melancólico y, sobre todo, entregado obstinadamente al silencio, busca financiación para un proyecto cinematográfico destinado a promover la paz en Medio Oriente. En el trayecto que recorre persiguiendo ese objetivo se encuentra con situaciones y lugares que aparecen en la película a la manera de atractivas viñetas, siempre cargadas de gracia, sugestión y belleza, tres cualidades que en cine son invalorables. Alejandro Lingenti / La Nación / 20 febrero 2019